La decisión del Tribunal Oral en lo Penal económico número 3, que determinó la absolución del ex presidente Carlos Menem en la causa donde se lo juzgaba por un supuesto contrabando de armas a Ecuador y Croacia, no sorprendió a nadie pero provocó un generalizado malestar porque puso en evidencia, una vez más, que la justicia no es confiable cuando juzga a poderosos e influyentes.
Es necesario dejar constancia de que, según las consideraciones más responsables, el fallo que absolvió a Menem y a 17 imputados más fue técnicamente inobjetable. En efecto, según las voces que mejor conocen el caso, no se probó que se haya practicado el contrabando. Por lo tanto, en el marco de esta causa y de este juicio, tal como fueron desarrollados, la absolución de Menem y compañía no se puede cuestionar.
Pero este hecho no despeja sino que reafirma las dudas que la justicia argentina inspira. Que Menem haya sido absuelto y que la sentencia sea técnicamente inobjetable no aporta claridad porque despierta la sospecha de que todo el proceso pueda haber estado deliberadamente diseñado con el propósito de que tuviera este desenlace. Si el objetivo era proteger a Menem y sus adláteres, es obvio que quienes hayan practicado una maniobra de ese tipo no hubieran incurrido en el error de armar una causa que tuviera fisuras por donde se pudieran haber “colado” las pruebas que podrían haber forzado una condena.
En todo caso, si no fue así, la justicia argentina es demasiado poco confiable como para no sospechar que todo esto pudo haber sucedido. Y este es el problema de fondo: no que Menem haya sido absuelto sino que no se pueda confiar en la justicia, que haya margen para dudar de la legitimidad con que los procesos judiciales se desarrollan, en particular aquellos que tienen relevancia institucional. Dentro de este contexto, Menem es una anécdota, un detalle, una contingencia. El problema es que en
Y esto es lo que genera desazón. Se supone que la justicia existe para garantizar la vigencia del derecho y la nítida sensación que hay es que todo el sistema está concebido, de hecho, para facilitar la impunidad de aquellos que cuentan con protección política. Este sentimiento tan extendido provoca el efecto de que la población descree por completo de la justicia y esto es a su vez lo que provoca ira. Esa ira degenera no en que se haga justicia sino en un afán de revancha que es justamente lo opuesto a la justicia y al derecho.
Todo esto, sin dudas, requiere una solución que venga “desde arriba”. Si los primeros que son sospechosos de corrupción son los gobernantes, resulta obvio que es imposible que, hacia abajo en la pirámide institucional, se pueda esperar conductas irreprochables. Pero, por ese motivo, toda la actuación del sistema judicial concluye por tener nula credibilidad y cero seriedad. La justicia, en
La situación, debemos admitirlo sin eufemismos, no tiene solución a la vista. Con gobiernos sospechados de corrupción, la justicia seguirá siendo una teatralización porque está condicionada y subordinada al poder político, que necesita un sistema judicial controlable para garantizarse su propia impunidad. Recién cuando acceda al gobierno una administración sin temores a ser investigada por eventuales delitos cometidos desde el poder, la justicia adquirirá la seriedad y la respetabilidad necesarias para cumplir con la misión que el ordenamiento republicando le asigna.
Excelente.
ResponderEliminarGabriel Zanotti.
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