La llegada de la señora Nilda Garré al Ministerio de Seguridad tendrá como efecto que la policía seguramente acentuará su postura pasiva frente a los ataques al derecho y al orden perpetrados por delincuentes y sediciosos (piqueteros, usurpadores de espacios públicos, vendedores ambulantes ilegales, etc). El resultado de esta política será, previsiblemente, un aumento de las prácticas delictivas e ilegales de toda índole.
El interrogante que a nosotros, los liberales, nos cabe en este contexto es el de determinar qué política podríamos proponer desde el liberalismo para contribuir a resolver el problema de la inseguridad y la ilegalidad tan generalizadas que afectan a nuestra sociedad y por ende los derechos, la propiedad y la vida de cada habitante.
Lo primero que sería oportuno señalar es que la crisis de la seguridad y la legalidad se derivan y son las consecuencias prácticas y apreciables de una circunstancia anterior, que es la renuncia del estado al empleo de la fuerza y la condena penal efectiva como medios para imponer su autoridad. El estado argentino ha renunciado a emplear la fuerza y la condena penal efectiva para desalentar, impedir y eventualmente sancionar los actos delictivos e ilegales. La llegada de Nilda Garré al Ministerio de Seguridad institucionaliza esta política.
Esta renuncia tiene su origen en la descalificación del modo en el que el último gobierno militar reprimió a las organizaciones terroristas. De allí en más, todo empleo de la fuerza y de la condena penal efectiva por parte del estado pasó a ser deslegitimado, circunstancia que, naturalmente, favorece a aquellos que eligen transgredir las normas en favor de sus propios intereses y en perjuicio de los derechos ajenos.
Pero esta situación nos coloca a los liberales en una posición paradójica. El liberalismo es un movimiento que, tradicionalmente, ha estado en contra de los abusos del estado y, de hecho, los liberales argentinos reclamamos habitualmente que el estado deje de asfixiarnos. Reclamamos menos intevención del estado en el campo de la economía, de la educación, de las prestaciones de salud y muchos etcéteras más.
Pero en el ámbito de la inseguridad y la ilegalidad, el problema, actualmente, no es que el estado se extralimita sino, contrariamente, que el estado se abstiene de actuar. Es paradójico que quienes reclamamos usualmente que el estado actúe menos, tengamos que plantear, en el área de la seguridad y la legalidad, el problema de que el estado actúa demasiado poco.
El interrogante que a nosotros, los liberales, nos cabe en este contexto es el de determinar qué política podríamos proponer desde el liberalismo para contribuir a resolver el problema de la inseguridad y la ilegalidad tan generalizadas que afectan a nuestra sociedad y por ende los derechos, la propiedad y la vida de cada habitante.
Lo primero que sería oportuno señalar es que la crisis de la seguridad y la legalidad se derivan y son las consecuencias prácticas y apreciables de una circunstancia anterior, que es la renuncia del estado al empleo de la fuerza y la condena penal efectiva como medios para imponer su autoridad. El estado argentino ha renunciado a emplear la fuerza y la condena penal efectiva para desalentar, impedir y eventualmente sancionar los actos delictivos e ilegales. La llegada de Nilda Garré al Ministerio de Seguridad institucionaliza esta política.
Esta renuncia tiene su origen en la descalificación del modo en el que el último gobierno militar reprimió a las organizaciones terroristas. De allí en más, todo empleo de la fuerza y de la condena penal efectiva por parte del estado pasó a ser deslegitimado, circunstancia que, naturalmente, favorece a aquellos que eligen transgredir las normas en favor de sus propios intereses y en perjuicio de los derechos ajenos.
Pero esta situación nos coloca a los liberales en una posición paradójica. El liberalismo es un movimiento que, tradicionalmente, ha estado en contra de los abusos del estado y, de hecho, los liberales argentinos reclamamos habitualmente que el estado deje de asfixiarnos. Reclamamos menos intevención del estado en el campo de la economía, de la educación, de las prestaciones de salud y muchos etcéteras más.
Pero en el ámbito de la inseguridad y la ilegalidad, el problema, actualmente, no es que el estado se extralimita sino, contrariamente, que el estado se abstiene de actuar. Es paradójico que quienes reclamamos usualmente que el estado actúe menos, tengamos que plantear, en el área de la seguridad y la legalidad, el problema de que el estado actúa demasiado poco.
En lo referido al problema de la seguridad y la
ilegalidad, el problema al que el liberalismo debería encontrarle una respuesta satisfactoria es de qué modo es posible ejercer la autoridad del estado en un contexto donde las fuerzas de seguridad y la justicia penal garanticen los derechos de los ciudadanos decentes y repriman con severidad pero sin excesos a los delincuentes y a los sediciosos. El ejercicio de la autoridad por parte del estado no debe excluir el uso de la fuerza y de la condena penal para reprimir a delincuentes y sediciosos. Lo que el estado no debe hacer es excederse en el empleo de la fuerza para imponer la soberanía de la ley. La fuerza y la condena penal deben ser instrumentos al servicio de los derechos de los ciudadanos y, por lo tanto es enteramente legítimo emplearlos cuando esos derechos se vean vulnerados por delincuentes y sediciosos. La política de Garré está orientada en una dirección opuesta a la aquí indicada y por eso está destinada a fracasar, ya que los derechos de los ciudadanos no quedarán eficazmente defendidos y eso desencadenará severos cuestionamientos generales.
El problema de la inseguridad y la ilegalidad consiste, por lo tanto, en evaluar de qué modo es posible encuadrar el uso de la fuerza y la condena penal en una política de seguridad y legalidad destinada a garantizar los derechos de los ciudadanos y que, al mismo tiempo, evite incurrir en abusos policiales que deriven en una descalificación popular del empleo de la fuerza y la condena penal, que terminen favoreciendo el accionar de los delincuentes, como viene sucediendo desde hace tiempo en nuestro país y como seguirá sucediendo bajo la gestión ministerial de Nilda Garré. El liberalismo no debe propugnar la ausencia total del estado sino un estado con funciones muy limitadas pero con presencia muy efectiva en los campos en los cuales sí es recomendable su accionar. Está bien que el estado tenga el monopolio del uso de la fuerza. Pero es responsabilidad de los gobernantes que esa fuerza sea empleada con eficacia y criterio en las circunstancias en las que se la necesite y no que se abstenga de actuar por temor a que el gobierno sea acusado de violar los derechos humanos. Los ciudadanos decentes también somos humanos y tenemos derecho a ser defendidos. La renuncia del estado a cumplir sus genuinas funciones nos ha sumido a todos en la indefensión. En este contexto, los delincuentes y sediciosos tienen más derechos que los ciudadanos decentes. Los liberales debemos promover un cambio en este cuadro de situación.
El problema de la inseguridad y la ilegalidad consiste, por lo tanto, en evaluar de qué modo es posible encuadrar el uso de la fuerza y la condena penal en una política de seguridad y legalidad destinada a garantizar los derechos de los ciudadanos y que, al mismo tiempo, evite incurrir en abusos policiales que deriven en una descalificación popular del empleo de la fuerza y la condena penal, que terminen favoreciendo el accionar de los delincuentes, como viene sucediendo desde hace tiempo en nuestro país y como seguirá sucediendo bajo la gestión ministerial de Nilda Garré. El liberalismo no debe propugnar la ausencia total del estado sino un estado con funciones muy limitadas pero con presencia muy efectiva en los campos en los cuales sí es recomendable su accionar. Está bien que el estado tenga el monopolio del uso de la fuerza. Pero es responsabilidad de los gobernantes que esa fuerza sea empleada con eficacia y criterio en las circunstancias en las que se la necesite y no que se abstenga de actuar por temor a que el gobierno sea acusado de violar los derechos humanos. Los ciudadanos decentes también somos humanos y tenemos derecho a ser defendidos. La renuncia del estado a cumplir sus genuinas funciones nos ha sumido a todos en la indefensión. En este contexto, los delincuentes y sediciosos tienen más derechos que los ciudadanos decentes. Los liberales debemos promover un cambio en este cuadro de situación.
Muy bueno: "...es responsabilidad de los gobernantes que esa fuerza sea empleada con eficacia y criterio en las circunstancias en las que se la necesite y no que se abstenga de actuar por temor a que el gobierno sea acusado de violar los derechos humanos..." esto es lo que necesitamos, hoy la señora presentará un plan de seguridad... veremos. Saludos! (Marcela T.)
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