miércoles, 17 de noviembre de 2010

La tolerancia como proyecto político


Si hubiese que definir en una sola palabra al kirchnerismo, el término más apropiado probablemente sería “intolerancia” aunque “hipocresía” también sería un vocablo con posibilidades de ser elegido. Pero “intolerancia” califica más al kirchnerismo que cualquier otro término porque todas los demás acciones del oficialismo son instrumentaciones de ese fenómeno básico. El kirchnerismo es genéticamente intolerante y todas sus conductas operativas -como la hipocresía, por ejemplo- se desprenden de ese rasgo inicial.

En cualquier otro contexto social, el kirchnerismo sería severamente rechazado por el pueblo pero en Argentina eso no sucede de manera tan ostensible porque la intolerancia desmedida siempre ha sido un rasgo característico del desenvolvimiento social argentino y ese perfil ha estado constantemente presente en las prácticas políticas, de modo que la intolerancia no asombra a nadie. Esto no quita que el kirchnerismo haya llevado esa característica hasta límites extremos aunque con la particularidad de que no ha recurrido a los métodos violentos para imponer sus iniciativas políticas. El kirchnerismo difama, miente, soborna, presiona, condiciona pero no mata, secuestra ni tortura. Las diferencias entre el kirchnersimo puro y su aliado Hugo Moyano radican en que Moyano es más proclive al empleo de métodos violentos.

Lo que el kirchnerismo no tolera, esencialmente, es el disenso. Néstor Kirchner ni mucho menos su esposa admiten que a sus iniciativas políticas se le modifique “ni una coma” y quien quiera hacerlo es destituyente, oligarca, empleado de Clarín o La Nación, miembro de un grupo económico concentrado y toda la usual retahíla de exabruptos a las que el elenco gobernante nos tiene acostumbrados.

Pero esa exacerbación de la intolerancia provoca, por un efecto contraste que es muy habitual en los procesos políticos, una revalorización de la tolerancia como un fin en sí mismo. Obsérvese que, en general, las elecciones siempre son ganadas por quien logra diferenciarse: Alfonsín y su propuesta democrática se diferenciaron de la dictadura previa; Menem y la estabilidad monetaria se diferenciaron de la hiperinflación; la Alianza y su progresismo se diferenciaron del "neoliberalismo" menemista; Kirchner y la gobernabilidad se diferenciaron de la anarquía delarruista... Siguiendo esta lógica, resulta altamente probable que las próximas elecciones sean ganadas por quien logre diferenciarse de la intolerancia kichnerista.

Seguramente no faltará aquí quien sostenga que con la tolerancia solamente no se gobierna, que hacen falta políticas concretas en lo referido a la economía, la crisis de la seguridad pública, etc. Es cierto, todo eso hace falta. Pero la política no es simplemente una cuestión técnica. Hay componentes emocionales que son determinantes en los pronunciamientos electorales. Y en este momento, después de más de siete años de intoxicación con la intolerancia kirchnerista, quien logre transmitir una propuesta de paz social y concordia colectiva -sin perjuicio de las diferencias de criterio político- muy probablemente logre atraer hacia sí la adhesión popular.

Es posible también que no falte quien crea que se trata de un proyecto poco ambicioso. Pero no es tan así. Para un país que históricamente ha sido tan proclive a la falta de contemporización, el hecho de que alguien gane elecciones con una imagen que proyecte la idea de tolerancia, convivencia y respeto sería silenciosamente revolucionario. Y sería muy positivo que eso suceda porque, en un marco de diálogo, debate racional y análisis objetivo de la realidad, el liberalismo sin ninguna duda tendrá muchas más posibilidades que las actuales de obtener consensos que ahora le están vedados. Quizá se nos esté abriendo una oportunidad inesperadamente favorable. Que se concrete...

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