viernes, 28 de enero de 2011

El gobierno y los industriales debaten por los niveles de protección pero ignoran los intereses populares

La polémica desencadenada entre el gobierno y la Unión Industrial Argentina (UIA) por el nivel de importaciones entraría en el terreno de lo cómico si no fuera porque se trata de cuestiones que involucran el bienestar y el patrimonio de todos los habitantes del país. Según un comunicado emitido por la UIA "el aumento notable de las importaciones durante 2010 (46% interanual) está indicando un fuerte crecimiento tanto de la actividad como de la inversión, pero también muestra que una parte significativa del incremento de la demanda no se está traduciendo en producción nacional". A esto, la ministra de industria, Debora Giorgi respondió que "las exportaciones de manufacturas de origen industrial crecieron US$ 2000 millones en 2010 respecto del año récord que fue 2008 (un 9 por ciento), al tiempo que las importaciones cayeron en ese período casi US$ 1000 millones con una economía que entre 2008 y 2010 creció un 10%, lo que habla de un claro proceso de sustitución de importaciones sustentado en medidas como las licencias no automáticas emitidas desde el Ministerio de Industria”.

Todo esto, que parece una aburrida “guerra de comunicados” en realidad muestra el nivel de ficción en el que la dirigencia argentina de todas las áreas se desenvuelve. Es necesario, por lo tanto, aclarar de qué se trata toda esta cuestión, como para que la ciudadanía lo entienda razonablemente bien.

Básicamente, los industriales se quejan de que, en la llamada “fiesta del consumo”, que el gobierno reivindica como uno de sus grandes logros, una parte de la “torta” no se la están llevando ellos sino que está derivando en adquisiciones de productos importados. Y el gobierno dice que la economía y el consumo han crecido tanto, gracias a las medidas implementadas por ellos, que la industria local protegida se ha beneficiado notoriamente de todo este proceso.

Mientras tanto, el pueblo, los consumidores, son los “convidados de piedra” en todo esto.

Es bastante probable que tanto Giorgi como los industriales tengan técnicamente razón en cuanto a los números. En lo que está absolutamente claro que ninguno de los dos tiene razón es en que no tienen derecho a esgrimir los argumentos que plantean. No tienen derecho los industriales a reclamar que el gobierno los proteja de la competencia extranjera porque eso afecta la competitividad de la economía y, por lo tanto, las posibilidades de los consumidores de adquirir los productos que les ofrezcan las mejores relaciones calidad-precio que estén disponibles y no tiene derecho el gobierno a implementar, como lo hace, políticas proteccionistas que implican, de hecho, privilegios para los negocios de los industriales a expensas de los mismos consumidores que ven restringidas sus opciones de compra porque el gobierno limita el ingreso de productos importados.

Es decir, para “traducirlo al castellano”, que los industriales, a pesar de todas las prebendas que de hecho tienen, se quejan de que no reciben más y el gobierno, en lugar de quitarles esos beneficios, argumenta que ya les ha otorgando lo suficiente. El pueblo, mientras tanto, solventa con sus impuestos los subsidios a esos mismos industriales beneficiados que demandan aún más protección y, para colmo, tiene que pagar, a precios desmesurados, mercaderías que no elegiría si tuviera libertad para hacerlo porque le ofrecen una relación calidad-precio sustancialmente inferior a la que podría tener a su disposición si la industria estuviera abierta a la competencia con productos importados.

Por supuesto, el argumento que se esgrime para justificar estas medidas proteccionistas y contrarias a los intereses populares tienen que ver con el “trabajo argentino”. “Resulta fundamental que las decisiones empresarias y las políticas públicas promuevan los procesos de inversión que aumenten la capacidad productiva, a fin de satisfacer la importante demanda con producción y trabajo argentinos", señala el comunicado de la UIA. "El incremento de la sustitución es el resultado de una política industrial en la que se priorizan la defensa del trabajo argentino y la agregación de valor; porque incentivamos al que produce y exporta a que produzca más y también al que importa para que produzca en el país y también pueda exportar", responde el mensaje del ministerio de industria.

Como se ve, en lo que menos piensan, tanto la UIA (que, al fin y al cabo, no hace otra cosa que priorizar sus intereses, es decir, actúa con un criterio lógico) como el gobierno (que debería tener una visión más abarcativa) es en los consumidores, a quienes condenan a pagar caro por productos malos, simplemente para asegurar los privilegios de un conjunto de empresarios que no desean competir con las mercaderías importadas en perjuicio de los intereses populares. El argumento de que están defendiendo el “trabajo argentino” es una mera falsificación demagógica porque si se abriera la economía en condiciones de competencia equitativa, no habría impedimento alguno para que se produjera un proceso de modernización tecnológica y capacitación de los recursos humanos que pueda poner el “trabajo argentino” en condiciones de ser tan competitivo como el de cualquier otro país, de modo que eso permitiría producir aquí en condiciones similares a las que rigen en el extranjero, dando lugar a que la economía se interrelacione con la de todo el resto del mundo, estimulando el comercio en ambas direcciones, ya que una producción competitiva en el mercado internacional podría ser exportada y eso también sería un estímulo para un “trabajo argentino” de más calidad y por lo tanto mejor remunerado que el “trabajo argentino” de escasa productividad e insuficiente remuneración que tanto los industriales como el gobierno protegen en perjuicio del bienestar del conjunto de la población.

jueves, 27 de enero de 2011

La recuperación del orden republicano es el desafío político del momento

Si hubiese que definir en pocas palabras un programa político sensato y viable para la Argentina de hoy, podría decirse que necesitamos recuperar la República... Se trata de una expresión muy conocida porque se ha empleado en muchas ocasiones (hasta se filmaron dos lamentables películas llamadas La República Perdida I y II) y con múltiples sentidos. En este caso, probablemente, deberíamos darle una significación ortodoxa...

La recuperación de la república implica entender que una nación es un conglomerado de ciudadanos que eligen darse a sí mismos un sistema institucional para regular la convivencia en un marco de libertad. Lo que se debe reflotar es ese sentido republicano que figuraba en el espíritu del restablecimiento de la democracia en 1983 y que luego fue desvirtuado por los hechos. En la realidad, la república está completamente desnaturalizada porque todos los derechos ciudadanos, que son la fuente de la cual emana el poder del estado, resultan completamente avasallados por el mal ejercicio de ese poder por parte de los funcionarios encargados de aplicar sus mecanismos.

La solución no es eliminar el estado porque no existe una república viable sin un ordenamiento estatal apropiado. Pero sí es necesario, claramente, restablecer los límites nítidos entre las austeras atribuciones del estado y las amplias libertades y facultades de los ciudadanos. La clave del concepto de la recuperación de la república es devolver a los ciudadanos, en su condición de tales, todas las atribuciones que el estado, creado por esos mismos ciudadanos, les ha usurpado.

Un ordenamiento republicano es aquel en el cual todo el andamiaje social está estructurado en función del respeto por la figura del ciudadano, que es, en definitiva, el depositario último de la soberanía política. Resulta claro que, a los efectos de darle a la convivencia una armonía apropiada para contribuir al progreso general y para definir un marco que permita dirimir institucionalmente las diferencias, los propios ciudadanos aceptamos ceder, de manera deliberada, parte de nuestra soberanía a esa organización voluntariamente creada, que es el estado. Pero esta cesión de una parte muy limitada de nuestra soberanía no implica, de modo alguno, que el estado tenga facultades para excederse en sus prerrogativas ni a avasallar los derechos de aquellos de quienes emana su propia existencia y sus atribuciones.

Podría decirse, entonces, que la clave de la situación política de la Argentina actual pasa por el hecho de que está en crisis, facturada, la relación entre los ciudadanos, depositarios de la soberanía en el marco del sistema republicano, y el estado, que es una institución que opera por delegación de esos mismos ciudadanos que, a los efectos de dotarlo de capacidad ejecutiva, le ceden una porción limitada de la soberanía que legítimamente les pertenece.

El planteo de que es necesario recuperar la república implica que esa relación deteriorada entre los ciudadanos soberanos y el estado detentador de un poder delegado, debe ser subsanada...

Una vez más debemos apelar a los nunca envejecidos principios fundacionales de nuestra República cuando, al influjo de las ideas de Alberdi, los límites entre los derechos inalienables de los ciudadanos y las atribuciones limitadas del estado, existía un límite preciso, definido y previsible. De eso se trata, con adaptaciones temporales pero respetando los mismos valores filosófico-políticos, el desafío de hoy. Quizá el problema sea más complejo porque los intereses en juego son mayores que hace 150 años. Pero los medios para enfrentar los problemas son también más eficaces. En todo caso, ese es el camino que debemos seguir, por difícil que nos resulte. No sólo está en juego nuestro bienestar material sino, lo que es más importante aún, nuestra dignidad y nuestra condición de seres humanos libres y soberanos. Esa es una condición a la que no estamos moralmente legitimados para renunciar.

miércoles, 26 de enero de 2011

El control sobre los gastos con tarjetas de crédito es un abuso sobre los derechos de los ciudadanos

La disposición de la Unidad de Información Financiera (UIF) según la cual los bancos emisores de tarjetas de crédito deben informar acerca de los movimientos de sus clientes, admite un análisis que excede las meras consideraciones economicistas y llega hasta el terreno de la filosofía social. El punto en cuestión es que no hay una razón legítima para que el estado esté sistemáticamente diseñando operativos de investigación sobre las actividades privadas de los ciudadanos y de las empresas –en este caso, los bancos- y de las relaciones comerciales entre unos y otras.

El pretexto para fundamentar estas investigaciones tiene que ver con la cuestión del lavado de dinero. Lo que la UIF pretende determinar es cuál es el origen de los fondos de los ciudadanos que operan con tarjetas de crédito. Y la cuestión que cabe objetar es, sencillamente ¿qué les importa, qué derecho tienen a inmisuirse en la vida privada de ciudadanos de quienes no hay sospechas a priori de que hayan incurrido en ninguna actividad delictiva? Estas preguntas no tienen respuesta satisfactoria y sólo se explican desde una concepción “policialista” y verticalista del ordenamiento social. Parecería que se cree que no hay límites a las facultades del estado a vulnerar los derechos de los ciudadanos.

Este es, más allá de la disposición en sí, el elemento que debería ser el eje del debate. Es necesario entender que el estado no tiene poderes omnímodos, como los que, de hecho, los funcionarios se atribuyen, en este caso, exigiendo a ciudadanos y bancos que informen acerca de las transacciones comerciales que pactan libre y privadamente entre sí.

El Jefe de la UIF, José Sbatella, tuvo el atrevimiento de afirmar, muy orondo que “sin controles, alguien puede utilizar cheques de viajero para hacerse de efectivo en cualquier lugar del mundo, sin que se conozca la procedencia de ese dinero”. Pues bien, efectivamente es así. ¿Por qué cualquier ciudadadno debe estar dándole explicaciones a usted, señor Sbatella, acerca de lo que hace con su dinero? ¿Quién es usted, qué títulos detenta, qué derechos se le han asignado para que haya que responder a sus indagaciones, señor Sbatella?

El principio esencial del derecho liberal es que todo individuo es inocente en tanto se demuestre lo contrario. Puede ser legítimo que, en el caso de que se observen conductas sospechosas, se solicite cierto tipo de explicación acerca de algún comportamiento inusual o misterioso. Pero para que esto sea aceptable, primero debe producirse el hecho que lo amerite. La resolución de la UIF es vulneratoria de los más elementales derechos a la privacidad propios de un ordenamiento republicano donde, por definición, la soberanía política está depositada en los ciudadanos y no en los abusos de los funcionarios. El hecho de consumir y pagar con tarjeta de crédito no es una conducta sospechosa en sí misma, como lo sostiente la resolución de la UIF y lo reafirman las declaraciones de Sbatella.

“Si una persona tiene un gasto desmedido con la tarjeta, supongamos que pasa de financiar gastos por 4000 pesos a 12.000 en un solo mes, es el banco el que debe informar sobre esto a la UIF", ha sostenido descaradamente el jefe de la UIF.

Este tipo de hechos demuestran notoriamente cómo el sistema político se ha desnaturalizado de una manera escandalosa y cómo los derechos y la dignidad de los ciudadanos han quedado vulnerados por los representantes de un sistema político-institucional que ha desbordado todos los límites y se han tomado licencias que ni la ley ni el espíritu del ordenamiento vigente les confieren, y lo han hecho abusando y excediendo las facultades y derechos de los ciudadanos de quienes emana la autoridad que los funcionarios detentan. Se hace necesario un replanteo de los límites al poder que los agentes del gobierno ejercen, no ya por meras razones de conveniencia o rentabilidad económica sino, lo que quizá es aún más importante aunque quizá menos apreciable, porque está comprometida la dignidad personal de todos los ciudadanos de la república.

martes, 25 de enero de 2011

Es necesaria la apertura de un debate acerca de la legitimidad de la presión impositiva

Entre las muchas cuestiones que demandan un replanteo en la sociedad argentina, el tema referido a la presión impositiva ocupa un lugar relevante. Argentina es un país con una enorme presión impositiva, incluso comparada con otras naciones pero además la calidad de las prestaciones del estado, que se financia con esos impuestos que extrae compulsivamente de los ciudadanos, son de pésima calidad.

Los impuestos son recursos que pertenecen a los ciudadanos de los cuales el estado se apropia por medio de la sanción de leyes que, técnicamente, legitiman su recaudación. Dentro de ciertos límites –que deben ser lo más reducidos que sea posible- es aceptable y entendible que el estado cobre impuestos porque, de lo contrario, sería imposible solventar instituciones tales como la justicia, la seguridad y algunas otras funciones más que son del interés de todos. El problema radica en que el estado argentino cobra unos impuestos brutales por cualquier motivo –en muchos casos, no justificado- y además no los retribuye en servicios eficientes.

Todo esto configura un escenario que requiere un replanteo conceptual. No es aceptable, no es legítimo que el estado ejerza semejante presión impositiva sobre los ciudadanos y encima no devuelva nada. El problema radica en que, para la abrumadora mayoría de los políticos, está bien que haya tanta presión impositiva porque de ese modo el estado ejerce una función de redistribución de los recursos, supuestamente desde los más ricos, beneficiados, privilegiados (y “explotadores”, agregarían algunos) hacia los más pobres y marginados.

El punto crítico de toda esta cuestión es que la presión impositiva es un factor determinante de la pobreza porque desincentiva las inversiones productivas que generan riqueza y permiten aumentar de manera espontánea el nivel de vida de esa misma población a la que se pretende ayudar por medio de la redistribución de los recursos. La presión impositiva no es la única variable que incide en la calidad de vida del pueblo pero es uno de los componentes de la ecuación.

Un punto clave de toda la cuestión es que esos impuestos que el estado cobra a la población no son del estado ni de los políticos sino de los ciudadanos. Por lo tanto, si bien es aceptable, dentro de límites muy acotados, que el estado cobre impuestos para solventar algunas actividades de interés público y general, la presión impositiva debe quedar reducida al mínimo posible porque, si no se cumple ese requisito, se está vulnerando los derechos de los ciudadanos. El hecho de que el estado cobre impuestos para pagar la televisación del fútbol no sólo es inconveniente desde el punto de vista económico sino que es inmoral, es un despojo a los derechos de aquellos ciudadanos cuyos impuestos son empleados para ese fin. Y casos como ese –que es un buen ejemplo porque es muy evidente- hay innumerables. Pero como la televisación del fútbol es “gratis” parecería estar legitimado el empleo de fondos estatales obtenidos a través de impuestos con ese propósito.

Es necesario un replanteo de la cuestión. Está pendiente un debate donde se determine con claridad qué impuestos es legítimo cobrar y para ser imputados a qué partidas presupuestarias. Se trata, por cierto, de un tema polémico y que derivará en acaloradísimos debates políticos e ideológicos. Es seguro que, en un debate de esa naturaleza, los liberales estaríamos en amplia minoría pero, al mismo tiempo, encontraríamos en ese campo un amplio espacio para expresar nuestro pensamiento en términos claros y concretos, poniendo en evidencia –aunque muchos no lo quieran escuchar- de qué modo los políticos estatistas estafan al mismo pueblo al que dicen defender.

La carga impositiva es un lastre que el sistema productivo argentino lleva en su mochila. El tema encierra grandes cuestiones políticas, económicas, ideológicas y morales en todo su desarrollo. Los liberales tenemos mucho para decir al respecto. Tenemos aquí una excelente oportunidad de hacernos escuchar.

lunes, 24 de enero de 2011

Si no se condena a los adultos, la delincuencia juvenil no disminuirá

El debate que se ha planteado en relación a la posibilidad de reducir la edad de la imputabilidad penal de dieciseis a catorce años está completamente “fuera de foco”. El problema no es la condena a los menores que delinquen sino la sanción a los adultos que cometen crímenes. Aquí se ha abierto un debate acerca de si conviene o corresponde imputar criminalmente a menores de dieciseis años y, cuando el homicidio o el robo lo cometen un adulto de 25 o 30 años, no se lo condena. Un verdadero disparate.

Un menor, si delinque, es altamente probable que lo haga influenciado por el entorno. Vivimos en una sociedad donde el acto de cometer delitos está tácitamente legitimado por la ausencia de sanciones penales, no a los adolescentes sino principalmente a los adultos. En ese contexto, la proclividad de los menores a delinquir puede encontrarse fuertemente estimulada por la percepción –no suficientemente contenida aún por criterios morales completamente formados- de que el delito es un modo de vida socialmente aceptable.

En este cuadro social la apertura de un debate acerca de la edad a la cual corresponde establecer la imputabilidad penal está completamente distorsionada. Si los menores están expuestos al riesgo de verse impulsados a delinquir porque observan a los adultos que practican el crimen y no son sancionados, no se les puede requerir que tengan la suficiente madurez como para discernir claramente la ilegitimidad de esa modalidad de conducta.

El problema de fondo de la justicia penal no es la dureza de las penas sino el hecho de que no se aplican. No tiene el menor sentido abrir debates acerca de qué tan duras serán las condenas nominales para quienes cometan crímenes si luego en la práctica, por ineficiencia de la policía o por chicanas procesales avaladas por los jueces, los delincuentes encuentran la oportunidad de quedar en libertad.

El criterio apropiado para reducir la criminalidad es poner en evidencia que el crimen no queda impune. Ese hecho desalienta la inclinación a delinquir, ya sea porque quienes cometen delitos quedan recluidos y por lo tanto no pueden reincidir, como porque quienes están relacionados con el condenado perciben las consecuencias de la criminalidad y, consecuentemente, se abstienen de atentar contra la propiedad y la seguridad de terceros.

Es importante señalar que, en buena medida, el crimen es “contagioso”. Cuando alquien, por medio de la delincuencia, obtiene beneficios económicos y no recibe sanciones, quienes lo rodean perciben al delito como un medio para ganar dinero de manera más apropiada que el trabajo decente. Así es como se va propagando la epidemia de la criminalidad que, en última instancia, llega hasta los menores. Cuando un joven comete un crimen, como sucedió recientemente, se instala el debate político referido a la edad a partir de la cual corresponde establecer la responsabilidad penal.

Pero en realidad los únicos irresponsables son los políticos que no entienden lo que está sucediendo y suponen que sancionando leyes conseguirán resolver el problema, sin hacerse cargo de que no sirve de nada escribir supuestas condenas si estas luego quedan sin aplicación práctica. Más útil que sancionar normas nominalmente duras de nula aplicación real sería que modifiquen los códigos de procedimientos para que los procesos sean más rápidos y los jueces no tengan la posibilidad de liberar a los criminales para que tengan la oportunidad de volver a delinquir.

La delincuencia juvenil es, esencialmente, una consecuencia de todo el marco social en el que estamos inmersos. Es un efecto de circunstancias anteriores y no habrá solución real al problema en tanto no se modifiquen las causas que lo generan. El debate que se planteó, acerca de la edad de la imputabilidad de los menores, no tiene ningún sentido. Lo que sí tendría sentido es aplicar condenas efectivas a los adultos. Entonces, la criminalidad de los menores comenzará a disminuir sustancialmente de manera espontánea...

viernes, 21 de enero de 2011

No nos olvidemos de López Murphy

La situación política en la que Argentina se encuentra actualmente guarda similitudes con la de mediados del año 2000. Por entonces, bajo la presidencia de De la Rúa, estaba aún vigente el modelo económico que Menem había impuesto pero se avizoraba que ese esquema se encaminaba hacia el agotamiento y había que corregirlo para que no desembocara en una crisis. De la Rúa designó en marzo de 2001 a Ricardo López Murphy para impulsar esa corrección del rumbo.

La posición que López Murphy sostuvo, metafóricamente expresada, fue que, para evitar que el barco se hundiera, había que tirar el 10 % del equipaje al agua. Ante este planteo los pasajeros reaccionaron horrorizados, rechazaron la indicación del capitán, quien renunció al cargo quince días después, siendo reemplazado por el Almirante Domingo Cavallo, quien no dijo que hubiera que tirar ningún equipaje al agua.

Pero, como López Murphy lo había anticipado, el barco no podía sostenerse a flote si no se aliviaba la carga que llevaba. Diez meses después de que Cavallo asumiera, se impuso la medida a la que se denominó “el corralito”. Todo lo que sucedió después es historia conocida y no vale la pena detallarla. Lo que importa tener en cuenta es que nos vamos aproximando nuevamente al momento en el que, o tiramos al agua parte del equipaje, o volveremos a naufragar.

Considerando cómo somos los argentinos –no todos pero sí la mayoría- digamos que no sería mala idea ir poniéndonos cada uno un chaleco salvavidas... Nos vamos encaminando, lenta pero inexorablemente, al agotamiento del modelo kirchnerista. Ahora no parece que estemos dirigiéndonos hacia un abismo pero a mediados del 2000 tampoco parecía que un sistema tan sólido como el que Menem insinuaba haber creado pudiera saltar por los aires. Y finalmente eso fue lo que sucedió.

En aquel momento, cuando López Murphy fue designado ministro de economía, tuvimos la oportunidad de corregir el rumbo antes de que todo el sistema colapsara pero la negativa de los pasajeros a reducir la carga del buque impidió que se adoptaran las medidas necesarias para evitar el naufragio.

Si de algo aquella experiencia pudiera servir, que sea para evitar que ahora ocurra lo mismo. Estamos a tiempo de evitar que el barco naufrague pero, para que eso suceda, es necesario aliviar la carga. De lo contrario, volveremos a hundirnos como nos precipitamos la vez anterior.

La ventaja con la que contamos ahora es que ya conocemos las consecuencias. Es dudoso que aprendamos de la experiencia porque los argentinos tendemos más bien a repetir los errores que a corregirlos. Pero, de todos modos, mientras estemos a tiempo, pensemos que podemos evitar lo peor.

Hagámonos cargo de que, efectivamente, podemos tener problemas graves si no se adoptan medidas serias para rectificar el rumbo económico. Esas medidas son del tipo de las que usualmente se consideran “impopulares”. Pero es por tomar medidas “populares” por lo que la flotabilidad del barco va quedando gradualmente más comprometida.

Para que sea posible tomar medidas “impopulares” es necesario que exista consenso político para sostenerlas. Eso fue lo que no tuvo López Murphy. Pero sucede que si esas medidas no se toman “por las buenas” la realidad se encarga finalmente de imponerlas “por las malas” y eso es peor. Si se hubiera aliviado la carga en marzo, como lo había propuesto López Murphy, no hubiese habido “corralito” en diciembre. Nada menos que eso es lo que nos estaremos jugando en los próximos meses. O empezamos a aliviar la carga o el barco se hunde. Por eso, no nos olvidemos de López Murphy.

jueves, 20 de enero de 2011

Si no se corrige el rumbo a tiempo, la economía colapsa el año que viene

Si no se corrige el rumbo, hay un altísimo porcentaje de probabilidades de que la economía argentina colapse en 2012. El riesgo no parece ser inminente pero, como en tantas ocasiones anteriores, la acumulación de distorsiones va sumando peso, hasta que la estructura no resiste y todo el edificio se desploma. Las contradicciones intrínsecas del modelo económico son insostenibles. Hasta ahora, como siempre sucede con todos los regímenes económicos elaborados artificialmente por el voluntarismo estatal, la estructura de la economía viene aguantando porque el gobierno, con un esfuerzo constantemente creciente, logra evitar que se desmorone. Pero esta fantasía no puede durar eternamente. La inflación creciente es un síntoma evidente de que el modelo económico tiende a “hacer agua” por muchos flancos. Durante 2011 es probable que el gobierno logre sostener el andamiaje. Pero ¿alguien se imagina cuál será el escenario económico durante 2012?

Cualquier observación lleva a la percepción de que nos encaminamos hacia un colapso. Es difícil predecir cuál será la chispa que pueda hacer saltar el polvorín. Lo que es evidente es que el clima de tensión que la economía está soportando concluirá por estallar, como una caldera que acumula presión creciente hasta que no aguanta más. Si gana las elecciones de este año, el kirchnerismo intentará, como todos los gobiernos lo hacen, emparchar la situación para tratar de “aguantar” un tiempo más y, mientras tanto, “rezar” que pase algo que le permita salir del atolladero.

Pero estos milagros nunca se producen. La economía es inexorable. Cuando se gasta más de lo que hay, finalmente los números ponen despiadadamente en evidencia las inconsistencias estructurales de la economía y todo el sistema vuela por los aires. Pasó muchas veces antes en Argentina. Se trata de una experiencia que nos es dolorosamente conocida. No tiene sentido soñar con que algo así no ocurre. Sí sucede, lo hemos visto en el pasado y volverá a suceder el año próximo si el rumbo no se rectifica antes.

Es necesario decir, sin eufemismos, que la economía argentina necesita un ajuste, que es necesario recortar los gastos para, al menos, eliminar el déficit del estado. No hay dudas de que las reformas que serían necesarias son mucho más profundas pero, como punto de partida, al menos, es indispensable eliminar el déficit del estado. Sería deseable que el estado gaste mucho menos, que alivie sustancialmente la presión impositiva y que libere globalmente todos los mercados. Pero la crisis que presumiblemente estallará el año próximo puede evitarse, en principio, mediante la supresión del déficit presupuestario del estado. Las reformas de fondo pueden quedar para más adelante y el restablecimiento del equilibrio fiscal es un punto de partida sólido para abrir el debate sobre el rumbo global de la economía.

Sin dudas, si la economía colapsa, eso traerá aparejado un fuerte crecimiento de la pobreza, el hambre y la marginalidad que, de por sí, ya son elevados. Esta es la principal razón por la cual la situación en la que nos encontramos es sumamente preocupante. Estamos aproximándonos no sólo a un quiebre de la dinámica de la economía sino a un agravamiento sustancial de la crisis social. Los efectos políticos e institucionales de este proceso son imprevisibles. Resulta sumamente dudoso que el sistema institucional, con el nivel de desprestigio que tiene, pueda encauzar una solución siquiera provisoria a un descalabro de esta magnitud. A duras penas lo pudo hacer en 2001/02. No parece que ahora pudiera repetirse ese capítulo de la historia.

Dentro de este escanario tan negativo, hay tres factores favorables. El primero de ellos es que tenemos experiencias anteriores que nos permiten anticipar hacia donde nos dirigimos y comprender cuáles son las consecuencias. El segundo elemento que nos ayuda es que el estallido de la crisis no es inminente y que hay tiempo aún para cambiar el rumbo antes de que nos desplomemos por el precipicio. El tercer componente positivo es que este año hay elecciones presidenciales y eso puede promover un replanteo a través de los medios institucionales previstos para este tipo de circunstancias. Se aproximan momentos decisivos. Si no se modifica la orientación de la política económica, se nos viene encima un “sálvese quien pueda”...

miércoles, 19 de enero de 2011

La bancarización forzosa que impulsa el gobierno colisiona con los intereses populares

El Banco Central y la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP) están trabajando en una iniciativa destinada a obligar a los minoristas que no la posean a que incorporen una terminal para procesar pagos por medios electrónicos. La iniciativa surgió después del faltante de billetes verificado en las últimas semanas y la AFIP, consecuente con su conocida voracidad para aumentar la presión impositiva, adhiere a la idea porque de ese modo espera disponer de mayores elementos para ejercer control sobre los movimientos económicos de empresas, comercios y ciudadanos. El propósito de este proyecto es inducir una mayor bancarización de la economía.

Como de costumbre, coherente con su habitual torpeza, el gobierno ataca los efectos y no las causas de los problemas. Es indudablemente cierto que el índice de bancarización de la economía argentino es bajo. Pero existen múltiples razones para que así ocurra y el hecho de sancionar una disposición para que los comercios tengan la obligación de incorporar terminales electrónicas para procesar pagos con tarjetas no contribuye en nada a resolver el problema. La gente no paga con tarjeta, sencillamente, porque no le conviene. Para pagar con tarjeta hay que tener cuenta en un banco, donde los costos de mantenimiento de las cuentas son muy elevados y además implica blanquear ingresos que luego pueden ser auditados y gravados por la AFIP. Como la presión impositiva es altísima, la gente prefiere manejar en todo cuanto sea posible su dinero por el circuito informal –es decir, en “negro”- de modo de estar fuera del alcance de los recaudadores impositivos, en particular considerando el uso que el gobierno hace de esos fondos de los que se apropia coercitiva y arbitrariamente.

La bancarización es una forma mucho más moderna de organizar la actividad comercial que el pago en efectivo. Pero la aplicación de esa metodología supone un replanteo global de la dinámica de la economía. Lo primero que el gobierno debería hacer para que se logre una mayor bancarización es bajar la presión impositiva. De ese modo, reduciría proporcionalmente los incentivos a la evasión y, por lo tanto, la gente, las empresas, los comercios tenderían a blanquear una mayor proporción de sus movimientos económicos. Si hubiera mayor seguridad jurídica y más eficacia en la operatoria judicial, el negocio bancario se iría modificando gradualmente y, en lugar de cobrar tasas que son usurarias por mantenimiento de cuentas y otros cánones parecidos, los bancos se dedicarían a lo que es específicamente suyo, que es la intermediación financiera. Con un mercado de créditos de mayor volumen, los bancos deberían competir entre sí para captar fondos de los depositantes y eso los induciría a reducir los costos operativos de sus cuentas. Con menores costos por la operatoria bancaria, el nivel de bancarización -que es el efecto que el gobierno busca producir- aumentaría espontáneamente.

El gobierno kirchnerista, ratificando su reconocida ignorancia en lo referido al modo en que opera la economía, intenta nuevamente imponer por decreto y “desde arriba” aquello que, en un orden económico liberal, sucedería con naturalidad. La diferencia entre imponer un orden en forma autoritaria y organizar la economía de manera que eso mismo suceda de forma voluntaria, es que en el orden espontáneo la gente hará lo que evalúe que le conviene, en tanto que en un régimen impuesto coercitivamente hay que apelar a la violencia legalizada para exigir el cumplimiento de las normas, ya que la gente tenderá a oponerse a realizar aquello que no la beneficia. Como siempre sucede, este tipo de proyectos pensados en los escritorios de los burócratas terminan fracasando y el resultado es el empeoramiento generalizado de la situación económica y el deterioro de la calidad de vida del pueblo. El kirchnerismo tiene la mayor de las eficacias en lograr tales objetivos.

martes, 18 de enero de 2011

Un candidato que presente un perfil menos confrontativo podría ser un adversario de riesgo para el gobierno

Probablemente no haya, en la política argentina actual, interrogante más grande que el referido al modo de diseñar un proyecto apto para competir, desde una posición diferenciada, con los intentos de continuidad del gobierno. Considerando, como lo señalábamos en nuestra nota de ayer, que el contenido del discurso kirchnerista es muy popular, es evidente que una línea ideológicamente diferenciada tiene pocas perspectivas en términos electorales. El pueblo no le prestaría su apoyo a quien promueva un “corrimiento a la derecha”. A pesar de eso, el kirchnerismo no tiene una imagen positiva demasiado alta y, en términos de penetración electoral, muestra flancos débiles que hasta ahora nadie ha logrado explotar satisfactoriamente.

Aunque no hay estudios sociológicos que lo muestren fehacientemente, es altamente probable que el factor que explique una posición crítica de amplios sectores de la población hacia el gobierno, tenga que ver con el estilo confrontativo del kirchnerismo. Esto es algo que genera resquemor en sectores muy amplios de la población. El hecho de que el kirchnerismo esté constantemente generando disputas con adversarios elegidos puntualmente con el fin de establecer una línea divisoria entre “ellos y nosotros” resulta muy chocante con los sentimientos populares. Esa proclividad a la confrontación, manifestada en las conductas de personajes como Aníbal Fernández, Hèctor Timermann, Hugo Moyano, Guillermo Moreno y convalidados y enaltecidos por la viuda presidencial (y bendecidos desde el más allá por "él"), constituye el principal punto débil del oficialismo y ofrece, al mismo tiempo, una oportunidad a quien sea capaz de lanzar un proyecto alternativo.

Eduardo Duhalde dijo recientemente que él será “el candidato del orden”. Por supuesto que las promesas de Duhalde son menos creíbles que los índices inflacionarios informados por el INDEC. (Este Duhalde que hace tantas promesas es el mismo que en su momento aseguró que “quien depositó dólares recibirá dólares”. ¿Por qué habría que creer que ahora sí cumplirá sus compromisos después de que incumpliera los de aquel momento?). Pero esa definición de Duhalde abre un espacio para el análisis político. ¿Qué condición debería cumplir un candidato para resultar electoralmente atractivo y al mismo tiempo presentar un perfil diferenciado del que muestra el gobierno?

Quizá una buena propuesta sería la “concordia”. ¿Qué pasaría si alguien, en una versión diferenciada del kirchnerismo, se postula a sí mismo como “el candidato de la concordia”? Por supuesto, todo depende de la credibilidad del candidato. Pero si quien encarnara un proyecto de ese tipo fuera un dirigente confiable, bien podría tener, a través de esa línea discursiva, la posibilidad de desplazar al kirchnerismo del centro de la escena política.

Algunos, en particular desde los sectores más ideologizados del liberalismo, seguramente criticarán una iniciativa de este tipo con el típico argumento de que se trata de una propuesta “ambigua” o “tibia”. Y, efectivamente algo de eso hay. Pero no se trata de la ambigüedad de no saber qué hacer ni de la tibieza derivada de la falta de convicción sino que se trataría de una estrategia deliberada, destinada a marcar claramente una diferencia con el nefasto gobierno kirchnerista.

Argentina necesita, ante todo, dejar atrás la dinámica de la confrontación “a muerte” que ha sido el rasgo determinante de la gestión del actual gobierno. En un marco de mayor tolerancia, concordia y comprensión, habrá, indudablemente, diferencias ideológicas y programáticas que desencadenarán debates intensos y quizá muy acalorados pero, al menos, respetuosos, una característica que el kirchnerismo, por definición no contiene.

La concordia, la tolerancia, la convivencia, la comprensión mutuas son argumentos válidos para marcar una diferencia nítida con el gobierno kirchnerista en el campo de la competencia electoral. Tal vez a partir de estas premisas sea posible imaginar un camino apto para desalojar al actual oficialismo del poder por medios institucionales inobjetables.

lunes, 17 de enero de 2011

La oposición no encuentra un discurso apropiado para competir con el gobierno


Una razón importante para que resulte difícil plasmar proyectos alternativos al kirchnerismo radica en que la gestión del gobierno incluye muchos contenidos que tienen buena imagen popular. El kichnerismo vende la imagen de que es un gobierno que lucha contra los poderosos que procuran oprimir y explotar al pueblo. Ese discurso, sumado a ciertas acciones específicas que el gobierno lleva adelante, tienen buena llegada en sectores muy masivos de la población del país y resulta complejo oponerse a ese curso de gestión porque, quien intente hacerlo, queda expuesto a la diatriba, la descalificación y el aprete de los sectores pertenecientes al campo “nacional y popular”.

En base a ese desarrollo conceptual, la inflación no es la consecuencia de la política monetaria del gobierno sino de la codicia desenfrenada de los formadores de precios; los hechos delictivos no son el producto de la mala política de seguridad sino de la vigencia de un sistema injusto que excluye a la gente del acceso a las necesidades básicas; los medios periodísticos independientes no informan lo que sucede sino que manipulan la información para servir a los intereses de los grupos económicos concentrados, y así sucesivamente.

Por supuesto, todo esto son mentiras pero hay una amplia mayoría de la población del país para la cual estos argumentos son ciertos. Es real que quienes creen en esas patrañas no se preocupan por verificar la autenticidad de los argumentos gubernamentales. Se manejan con prejuicios que vienen siendo alimentados sistemáticamente desde la primera aparición de Perón en el escenario político y los creen y los aceptan como verdades absolutas sin tomarse la mínima molestia de someterlos a ninguna comprobación. Esto es lo que les resulta cómodo, lo que les permite moverse con soltura por la vida y son también las consideraciones en las que basan la orientación de su voto.

El kirchnerismo ha sabido explotar muy hábilmente, con la incomparable flexibilidad dialéctica de sus representantes, estos prejuicios mezclados con ignorancia que son el sustrato de las inclinaciones políticas de la mayoría de la población. No importa que todos estos argumentos sean falsos. Importa que la gente los crea porque esas creencias son las que condicionan las decisiones electorales. La dificultad para montar un proyecto opositor es que, para oponerse al kirchnerismo, habría que decir que aquello que la gente valora positivamente, está mal.

Esta es la razón de fondo por la cual se produce este fenómeno de que la oposición no se estructura para dar la batalla contra el kirchnerismo. La dificultad radica en que no queda claro cuál sería el lugar que la oposición debería ocupar. Si la oposición presenta un discurso demasiado “liberal” pierde chances y queda expuesta a cuestionamientos desde el gobierno o desde la izquierda. Si el discurso de la oposición se vuelca más a la izquierda, queda identificada con el gobierno.


La idea de que pueda haber un gobierno con el mismo perfil del kirchnerismo pero “más prolijo” en términos institucionales a la mayoría del pueblo no le importa. Lo que la gente espera es que los resultados de la gestión de gobierno sean positivos y, en ese sentido, cree más en la propuesta populista que en un discurso moderado con matices “liberaloides”. Para un porcentaje mayoritario de los argentinos el populismo es un buen sistema de gobierno y el kirchnerismo lo practica con la mayor eficacia. Les gustaría que haya un poco menos de inflación pero, por el momento, siguen confiando en que el gobierno logrará resolver el problema. Tampoco les simpatiza mucho que Moyano bloquee a aquellos con quienes está enfrentado pero les parece un mal menor antes que un cambio global de políticas con resultados inciertos.

Por ahora, el futuro político de Argentina sigue estando en manos del kirchnerismo, que ha logrado neutralizar todos los intentos de la oposición por plasmar un plan alternativo. Aún estamos a tiempo de que esta situación se revierta de alguna manera, aunque no se ve cuál sería el camino para que eso suceda. Estamos en problemas y lo grave es que, hasta ahora, no se vislumbran soluciones.

viernes, 14 de enero de 2011

Vargas Llosa realizó un profundo análisis de la realidad latinoamericana en Punta del Este. Acá están todos los detalles


El escritor liberal peruano Mario Vargas Llosa expresó ayer en una conferencia pronunciada en Punta del Este que “por primera vez en la historia los países pueden decidir si quieren ser pobres, o si quieren ser prósperos, si quieren ser libres, o si quieren ser cautivos. Imitemos lo mejor y pongámonos en acción”. Vargas Llosa hizo esa manifestación al final de su alocución, pasaje en el cual se hizo eco de conceptos que había escuchado del pensador Karl Popper, quien poco antes de morir había transmitido al propio literato peruano un mensaje optimista acerca del futuro de la humanidad, según lo relató el propio Vargas Llosa.

A lo largo de su pieza oratoria, Vargas Llosa tocó diversos tópicos, todos ellos relacionados con la realidad latinoamericana. La visión del escritor acerca de la situación de la región es, en el balance, positiva. “Haciendo las sumas y las restas, la situación de América Latina en nuestros días me parece positiva, y mucho mejor que la de antaño. Creo que la comparación no hay que hacerla con la América Latina ideal con la que soñamos, sino con la América Latina que fue, que hemos vivido, y la actual”, expresó.

“Hoy en día tenemos muy pocas dictaduras. Cuba y Venezuela, que no ha llegado todavía a ser una dictadura cabal, pero se acerca cada vez más al modelo cubano. Y luego tenemos regímenes como los de Bolivia, o Nicaragua, que apenas merecen ser llamados democracias. Sin embargo, tanto Venezuela, como Bolivia, como Nicaragua y algunas otras democracias latinoamericanas, que parecen serlo de una manera relativa y caricatural, tiene, y esa es la gran diferencia con las dictaduras militares del pasado, un origen democrático”, reflexionó el escritor.

Vargas Llosa se refirió especialmente al caso de Venezuela y planteó que “no podemos olvidar que el comandante Chávez está donde está porque no una vez, sino dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete veces los venezolanos lo respaldaron, incluso cuando ya sabían lo que el comandante Chávez quería hacer de su país, de la economía venezolana, de las instituciones venezolanas. ¿Qué pasó?”

El propio orador respondió su pregunta diciendo que “en lugar de ideas hubo pasiones, hubo instintos, hubo un gran desencanto con la democracia, que fue incapaz de satisfacer los anhelos, las expectativas que habían sido puestas por los venezolanos a partir de la liberación. Y eso que ha ocurrido en Venezuela, por desgracia, ha ocurrido en muchos otros países latinoamericanos. Para vergüenza nuestra, la de los peruanos, ha ocurrido en mi país. Un presidente elegido constitucionalmente a los dos años de subir al poder da un golpe de estado, destruye la democracia, y en lugar de ser excretado por la opinión publica, como deberían serlo todos los golpistas, y sobre todo los estadistas que traicionan su origen democrático, una mayoría de peruanos aplaudió y legitimó al golpista”.

Inmediatamente, Vargas Llosa hizo una autocrítica, al señalar que en América Latina hay una cultura autoritaria. Expresó entonces que “las dictaduras en América Latina han caído muchas veces como un accidente natural sobre los países, es verdad. Pero este no ha sido siempre el caso. Ha habido muchos otros casos que los historiadores disimulan, porque significan un baldón en la historia de nuestros países, en que los dictadores fueron recibidos con bombos y platillos, y con fuegos artificiales”

Pero luego el escritor dejó abierto un espacio para el optimismo, al señalar que “hay un fenómeno muy interesante y novedoso respecto al pasado, tenemos una izquierda y una derecha, que creen en la democracia, por lo menos actúan como si creyeran en ella. Eso en el pasado era muy raro. Las izquierdas democráticas, las derechas democráticas eran, generalmente, sectores tan minoritarios que no conseguían imponer la democracia. Eso, hoy en día, ha cambiado. Tenemos unas izquierdas que, en países como Uruguay, como Brasil, desde luego, en el Chile de la concertación, aceptas las reglas del juego democrático, las respetan, dejan abierta siempre la posibilidad de la renovación política. Y lo que es todavía más novedoso, en el campo económico han renunciado, discretamente, sin decirlo, a las recetas tradicionales de la izquierda para el manejo de la economía. Unas izquierdas que aceptan el mercado, que aceptan la disciplina fiscal, que alientan las inversiones, que en lugar de practicar la receta populista del desarrollo para adentro, abren sus fronteras, quieren exportar y quieren la economía del mundo venga a crear industrias y a desarrollar la economía nacional. Esa es una extraordinaria transformación. Hay sectores muy amplios de la izquierda que hoy en día son una garantía democrática y hay también una derecha democrática, que ya no cree que los militares deben resolver los problemas políticos de los países, sino que defienden el estado de derecho, defienden las instituciones democráticas, y están llevando a sus países a unos índices de crecimiento muy notables. Es el caso de Colombia, de Perú, de Chile, con Piñera, desde luego, y quizás lo más sorprendente es el caso de la mayoría de los países centroamericanos, una región del continente que fue como la tierra prometida del autoritarismo”.

Sin embargo, Vargas Llosa inmediatamente dio una voz de alerta, cuando expresó que “la corrupción es una plaga que recorre el continente de un extremo a otro. En algunos países de una manera mucho más acusada que en otros, pero no hay ninguno que se libre de esa plaga. La corrupción es un cáncer para la democracia. Nada desmoraliza tanto a una sociedad como comprobar que quienes han sido elegidos en comicios legítimos dedicados a la responsabilidad política, utilicen ese poder en tráficos ilegales, para enriquecerse, para privilegiar algunas empresas y algunos individuos sobre los demás”.

“El gran problema que tenemos los latinoamericanos para combatir eficazmente la corrupción es el desapego a la ley. Los latinoamericanos no creemos que las leyes están hechas para favorecer al bien común, siempre creemos que las leyes están dadas para favorecer a quienes mandan, a quienes tienen más influencia política, económica, militar, eclesiástica, o poder de cualquier tipo. Y que por lo tanto el respeto a la ley no goza de esa urgencia de tipo moral, cívica, que goza en los países verdaderamente democráticos”, reflexionó luego el Premio Nobel.

Vargas Llosa ratificó luego su conocida posición sobre la legalización del tráfico de drogas. “Un problema suplementario en el caso de la corrupción en América Latina es la industria del narcotráfico. La idea de que la mejor idea de combatir el narcotráfico es la represión es equivocada. Yo creo que hay ya pruebas suficientes en todos los años que llevamos padeciendo esa lacra, de que la represión no acaba con el narcotráfico, que la represión en cierta forma es un apego que permite que el narcotráfico haga cada vez ganancias más extraordinarias, y que sería ya hora de empezar a discutir sobre la posibilidad de una política totalmente distinta, una política de "descriminalización" del narcotráfico”, opinó.

En un terreno más conceptual, el escritor reafirmó su convicción en los valores positivos que contiene la propiedad. “No hay nada que haga sentir tanto la importancia de la legalidad y de la libertad a una persona, como ser propietario. La propiedad es el signo visible de la libertad, y lo es también de la legalidad, si una sociedad respeta la propiedad”, consideró.

Pasó luego Vargas Llosa a tratar el problema de la educación y entonces se refirió a la Argentina. “Una sociedad democrática crea igualdad de oportunidades de muchas maneras, pero principalmente a través de un sistema de educación pública de muy alto nivel. No se necesita ser Suecia ni Suiza para tener una gran educación pública. Lo tuvo un país latinoamericano, lo tuvo la Argentina. Hoy día, cuando vemos las tragedias que vive la Argentina nos olvidamos que alguna vez Argentina fue, no un país subdesarrollado, sino un país del primer mundo. Un país industrializado, cuando tres cuartas partes de la Europa occidental eran subdesarrolladas, un país que tuvo un sistema educativo que fue ejemplar para su tiempo. Un sistema educativo que en un momento logró prácticamente acabar con el analfabetismo en Argentina”, señaló.

Vargas Llosa se refirió, sobre el final de su exposición al concepto de libertad. Señaló al respecto que “la libertad es un proceso, es un quehacer, y nada hace que aumente más esa libertad, como la cultura. La cultura no solamente son los conocimientos determinados, es también el desarrollo de una sensibilidad, de una imaginación, de una fantasía. Todo aquello que viene a través de la educación, de la información, de la prensa, de lo medios, y por supuesto, a través de la familia”.

jueves, 13 de enero de 2011

La solución al conflicto del campo es liberalizar los mercados


La Mesa de Enlace, que nuclea a los líderes de las cuatro centrales empresarias rurales (foto), ha acordado un cese de comercialización de granos por un plazo de una semana en rechazo a las limitaciones impuestas por el gobierno a las exportaciones de trigo. Una vez más, arbitrarias medidas dirigistas impulsadas por el kirchnerismo derivan en un conflicto con los productores rurales, como sucediera durante el resonante conflicto del año 2008. Una vez más, el sector más pujante, dinámico y competitivo de la economía argentina ve limitadas sus posibilidades de desarrollar su capacidad productiva como consecuencia del intervencionismo impuesto autoritariamente “desde arriba” por el gobierno filo-totalitario encabezado por la viuda de Néstor Kirchner, bajo la inspiración intelectual, política y espiritual de la memoria de su fallecido marido.

Una vez más, será el pueblo argentino quien deberá afrontar las conscuencias de este conflicto generado en la voracidad fiscal del gobierno, que aspira a determinar en base a cupos de exportación coercitivamente fijados por funcionarios del gobierno que responden al mandato del despótico secretario de comercio, Guillermo Moreno (foto), quien puede vender cereales, a quien se los debe vender y a qué precio. Las negociaciones de los dirigentes ruralistas con el ministro de agricultura, Julián Domínguez, estaban encaminadas hacia una solución del conflicto pero la intervención de Moreno –al igual que sucedió en muchas oportunidades durante el conflicto de 2008- impidió el acceso a un acuerdo que no era ideal pero que los líderes empresariales estaban dispuestos a aceptar.

Pero todo el problema se deriva de la concepción estatista, intervencionista y dirigista del gobierno nacional, que cree que está facultado para decidir con más eficacia que los operadores libremente en el mercado, las condiciones de las transacciones comerciales. El comunicado emitido por el Partido Liberal Libertario, expresa con exactitud la significación del problema, al señalar que “a pesar de las medidas de liberalización parcial del sector por parte del gobierno, la existencia de cupos, retenciones, regulaciones y prohibiciones, en un marco de persecución impositiva, continúa expropiando impunemente al sector más pujante de la economía nacional”.

Y acá debemos hacer un inciso para congratularnos de que claramente haya aparecido una voz que, en nombre del liberalismo, condene explícitamente la política económica del gobierno, como hace mucho que no se oía en la vida política argentina.

Más contundente aún es el tramo final del comunicado del PL, que señala que “es hora de que el Estado voraz deje en paz al campo que desde hace varios años es víctima constante del saqueo de sus legítimas ganancias con pretextos mentirosos y absurdos como la defensa de la mesa de los argentinos, mientras que en la realidad tienen como único fin incrementar las arcas del clientelismo político”. Desde este espacio donde día a día procuramos aportar una reflexión liberal acerca de la realidad política argentina, debemos decir que nos sentimos gratificados por claridad y la profundidad de la respuesta del Partido Liberal Libertario a este nuevo atropello del kirchnerismo.

Es imposible saber cómo concluirá este conflicto. El gobierno, pese a su declamada política de redistribución del ingreso, está operando a favor de los intereses de unas pocas empresas exportadoras de harina, a las que le pretende garantizar los precios por medio de regulaciones que claramente limitan la competencia en perjuicio de la capacidad de negociación de los productores.

Como siempre, la solución al problema es la liberalización inmediata y absoluta de los mercados, para que los productores agropecuarios puedan evaluar y decidir libremente sus inversiones, sus estrategias de producción y de comercialización y dispongan libremente de sus ganancias para reinvertirlas de acuerdo con sus propias percepciones acerca de las oportunidades comerciales que se presenten, según los datos que el mercado les transmita para determinar cuál es la demanda de los consumidores en cada circunstancia.

miércoles, 12 de enero de 2011

El conflicto con los ferroviarios tercerizados es una muestra representativa de la crisis general del país


Entre las cuestiones que han desencadenado conflictos políticos en los últimos tiempos, una de las más resonantes viene siendo la situación de los trabajadores llamados “tercerizados” en las empresas ferroviarias. Este conflicto se cobró ya dos vidas, la de Mariano Ferreira y la de un hombre de 70 años, de identidad no revelada, herido durante los incidentes del 23 de diciembre en Constitución. ¿En qué consiste este conflicto y qué análisis cabe hacer desde un punto de vista liberal?

Los llamados trabajadores “tercerizados” son un conjunto de empleados con los que las empresas ferroviarias cuentan pero que no forman parte del plantel estable de personal de esas empresas y trabajan bajo la modalidad de contratos firmados específcamente, lo que los deja al margen de los acuerdos que el gremio ferroviario establece como norma general de los trabajadores del sector. Las empresas aplican esta modalidad porque les resulta más económico, en particular porque se evitan todos los costos laborales adicionales que les genera el acuerdo con el gremio, que son costos que no suelen llegar al bolsillo de los trabajadores sino a la caja del sindicato y que alimentan la fortuna personal de los jerarcas gremiales. Los trabajadores “tercerizados” aspiran a ser sumados a la planta permanente de la empresa porque eso les da mayor estabilidad laboral y les suma algunos beneficios, tales como aguinaldo, vacaciones, indemnización y cobertura sindical. Inciden además en este conflicto cuestiones políticas porque los trabajadores “tercerizados” están representados por el Partido Obrero, fuertemente enfrentados con el gremialismo tradicional peronista.

Todo este conflicto se desarrolla sobre el trasfondo de la pésima política de privatizaciones desarrollada por el menemismo y por la “nafta” que constantemente arroja a este “incendio” el kirchnerismo. Cuando los ferrocarriles fueron privatizados, la intención era reducir la planta de personal, producir un fuerte proceso de inversión en infraestructura, mejorar el servicio y tornarlo rentable. Para que esto sea posible es necesario que las condiciones generales en las que el país se desenvuelva sean apropiadas. Porque en un país donde suceden los hechos que diariamente nos agobian a todos, resulta difícil imaginar que los ferrocarriles tengan la calidad de un servicio del primer mundo. Y dentro de este esquema se inscriben las relaciones de los concesionarios del servicio con su personal.

Tiene muy poco sentido privatizar las empresas de servicios públicos y, al mismo tiempo, mantener una legislación laboral de extracción tan nítidamente fascista. Seguramente, si la empresa tuviera la posibilidad de elegir, tercerizaría a casi toda su planta de personal para reducir los costos, eliminaría los improductivos gastos sindicales que no llegan al bolsillo del trabajador, probablemente desburocratizaría la organización interna de la compañía y podría disponer de recursos para reinvertir y mejorar la desastrosa calidad del servicio. En el balance global, probablemente habría menos trabajadores pero que ganarían sustancialmente más y habría más trenes –que quizá serían un poco más caros para el usuario en ventanilla aunque no debería pagar los subsidios que paga actualmente el estado- y toda la actividad se regularizaría. En este contexto hay seguramente conductas empresariales, bastante teñidas de prácticas dudosas y cuestionables, que también deberían ser revisadas.

Cabe decir, en síntesis, que este conflicto que afecta a los trabajadores “tercerizados” del ferrocarril, es una gran muestra representativa de los numerosos asuntos que deberían ser estructuralmente replanteados en nuestro país. No es con “parches” que todo esto se modifica sino con un gran replanteo global que implique una reinversión profunda del rumbo socialista que nuestro país viene llevando desde hace mucho tiempo, el cual debe ser reorientado hacia un ordenamiento donde el concepto de libertad sea el principio rector y la fuerza propulsora.

martes, 11 de enero de 2011

La intolerancia es el peor de todos los rasgos políticos kirchneristas

De las muchas formas de practicar la política que son habituales en el kirchnerismo, una de las más frecuentes consiste en echarle la culpa a otros de las situaciones que no son de su agrado. De ese modo, la oposición (personalizada en Duhalde, Macri, el Partido Obrero, etc.), los medios independientes, especialmente el Grupo Clarín y el diario La Nación, el campo, la década del ´90 o cualquier otro grupo o persona que resulte oportuno puede ser sindicado por el gobierno como culpable de algo que a la señora (y también a su marido, cuando vivía) o a sus esbirros les parezca merecedor de la condena oficial. Resulta oportuno dedicarle unas líneas a reflexionar acerca de este fenómeno.

Es evidente, en primer término, que quien le echa la culpa a los demás de algo desagradable que le sucede está reflejando una profunda inseguridad. Quien confía en sí mismo no busca constantemente culpables en supuestas conspiraciones ocultas de terceros que, imaginariamente, están confabulados para perjudicar al gobierno en nombre de intereses siniestros e inmorales. La verdad es que nadie conspira contra el gobierno pero sí es cierto que somos muchos los que estamos en desacuerdo con la gestión que el kirchnerismo desarrolla y por eso expresamos posiciones críticas.

Pero además, esta actitud del gobierno de atacar a los supuestos conspiradores y acusarlos de “destituyentes”, tiene un efecto muy perturbador sobre el clima político, provocando un marco de agresividad e intolerancia que no contribuye en nada a alcanzar acuerdos siquiera mínimos que permitan ir superando, de manera al menos coyuntural, las diferencias políticas, y definir cursos de acción alrededor de los cuales puedan alcanzarse consensos generales.

El problema de fondo es que el kichnerismo no quiere consensos, no quiere acuerdos, no quiere convivir con los adversarios políticos. Este es, indudablemente, el rasgo más definidamente antiliberal de la gestión del gobierno. Viene al caso recordar aquí ese pasaje de “La Rebelión de las masas” donde Ortega define al liberalismo como la “suprema generosidad” porque representa la voluntad de convivir con el enemigo y con la oposición, en particular si son débiles.

Este es probablemente el peor rasgo de la gestión del gobierno, independientemente de los contenidos propiamente dichos de su gestión. Porque, en definitiva, la libertad de mercados, la política internacional, la forma de paliar la crisis social, etc, son cuestiones opinables, que forman parte del debate político en cuanto tal y, en última instancia, es absolutamente legítimo que cada corriente tenga la posición que considere oportuna.

La política, en el marco de la democracia, implica el reconocimiento del pluralismo como un ingrediente central de la realidad vigente. Pero el kirchnerismo no es una corriente dispuesta a reconocer la legitimidad de quien disiente con sus posturas o planteos políticos. En ese contexto, la convivencia es imposible, esencialmente porque, al no haber voluntad de compartir espacios con otras corrientes se hace imposible siquiera negociar para convenir posiciones intermedias. Probablemente nada defina tanto la gestión del kirchnerismo como la ausencia de diálogo con la oposición. Se dirá que la oposición no tiene peso político como para que el gobierno la tenga en cuenta. Pero este es un argumento falso. El problema de la oposición es que tiene que tratar con un gobierno que no quiere reconocerle el lugar que le corresponde dentro del ordenamiento institucional. Entonces ¿qué pauta de relación es posible acordar con quien no quiere convivir?

Esta falta de voluntad de convivencia democrática es el peor de los rasgos políticos del kirchnerismo y es el primero de los cambios que deberán producirse en las etapas inmediatamente futuras de la vida política de nuestro país. Se trata de un cambio silencioso y nada espectacular pero, en rigor de verdad, sería revolucionario. Lo demás, lo sustancial, irá viniendo luego, gradualmente, por añadidura.

lunes, 10 de enero de 2011

El reclamo de equilibrio fiscal en favor del pueblo podría ser una idea-fuerza con mucha convocatoria electoral


Uno de los problemas más usuales para el desarrollo de la acción política liberal radica en la dificultad para lograr que la población comprenda, apruebe y apoye la necesidad, la conveniencia, los beneficios del equilibrio fiscal. La posición respecto de las cuentas públicas es una de las diferencias esenciales del liberalismo con todas las corrientes populistas. Los liberales preconizamos y reivindicamos la austeridad y el equilibrio en los gastos del estado, en tanto los partidos populistas defienden y practican el derroche y el déficit estructural en las cuentas públicas. Naturalmente, el dispendio en los gastos estatales es pagado, en definitiva, por el pueblo, ya sea por medio de una presión impositiva asfixiante, una degradación de la calidad de los servicios prestados por el estado y, en última instancia, a través de la inflación.

Está muy claro que la actitud hacia el manejo de las finanzas estatales marca una diferencia entre la postura liberal y la posición de los partidos populistas y que la aplicación de los principios sostenidos por el liberalismo es beneficiosa para el pueblo, en tanto que las políticas desarrolladas por las corrientes populistas resultan perjudiciales para la población. La cuestión es que los liberales no hemos sabido extraer ventajas políticas de esa superioridad conceptual. Esto es lo que vale la pena analizar brevemente.

¿De qué modo los liberales podríamos comunicar apropiadamente nuestra postura acerca del manejo de los fondos públicos, de modo de extraer beneficios políticos y electorales de ese hecho? Hay un hecho que es un buen punto de partida y que en general los políticos liberales no han sabido explotar apropiadamente.

Las políticas en las cuales se gasta más de lo que se recauda siempre terminan provocando, a la larga, la necesidad de producir un ajuste. ¿Cuál es la forma de evitar el ajuste? Bueno, obviamente, equilibrando los gastos con los ingresos. Y ahí está la oportunidad que, en general, el liberalismo no ha sabido aprovechar políticamente.

No hay políticos que, claramente, sean identificables con la idea de que están procurando evitar la necesidad de hacer un ajuste que, en definitiva, lo tendrá que pagar el pueblo. La idea es insistir y machacar constantemente con el concepto de que se está gastando de más y que eso, finalmente, concluirá en un ajuste salvaje que afectará gravemente la calidad de vida del pueblo. Se trata de una idea simple pero sumamente rentable en términos políticos y electorales. Hay sectores de la población que responderían positivamente a un planteo en estos términos. Por lo demás, la argumentación que es necesario esgrimir para sostener sistemáticamente esa idea dejaría descolocados a los políticos populistas porque no tendrían forma de rebatir ese tipo de planteos, en particular si están sustentados en información sólida, que no es nada difícil de obtener para economistas entrenados, especialmente en niveles de desarrollo que no son muy profundos porque el debate político no demanda datos mayormente detallados.

El liberalismo nunca ha desarrollado buenas estrategias de comunicación, que le permitan aprovechar y capitalizar en términos electorales la consistencia de sus argumentaciones políticas. Parecería que los liberales, convencidos de que nuestras posturas son técnicamente correctas, creemos que no debemos esforzarnos para transmitir apropiadamente nuestras ideas. De ese modo, dejamos vacante un espacio que los radicales y los peronistas aprovechan para obtener la adhesión popular y asegurarse la ocupación del gobierno, con el consecuente efecto de que los problemas que afectan a nuestro país y perjudican al pueblo nunca tienen una solución satisfactoria. Hace muchas décadas que nuestro país está así. La solución a todos estos problemas pasa por la aplicación de políticas liberales. Pero hasta ahora, a pesar de que es relativamente fácil, los liberales no hemos sabido transmitir nuestros programas para lograr la indispensable adhesión popular para poder llevar adelante la transformación que nuestro país requiere.