El debate que se ha planteado en relación a la posibilidad de reducir la edad de la imputabilidad penal de dieciseis a catorce años está completamente “fuera de foco”. El problema no es la condena a los menores que delinquen sino la sanción a los adultos que cometen crímenes. Aquí se ha abierto un debate acerca de si conviene o corresponde imputar criminalmente a menores de dieciseis años y, cuando el homicidio o el robo lo cometen un adulto de 25 o 30 años, no se lo condena. Un verdadero disparate.
Un menor, si delinque, es altamente probable que lo haga influenciado por el entorno. Vivimos en una sociedad donde el acto de cometer delitos está tácitamente legitimado por la ausencia de sanciones penales, no a los adolescentes sino principalmente a los adultos. En ese contexto, la proclividad de los menores a delinquir puede encontrarse fuertemente estimulada por la percepción –no suficientemente contenida aún por criterios morales completamente formados- de que el delito es un modo de vida socialmente aceptable.
En este cuadro social la apertura de un debate acerca de la edad a la cual corresponde establecer la imputabilidad penal está completamente distorsionada. Si los menores están expuestos al riesgo de verse impulsados a delinquir porque observan a los adultos que practican el crimen y no son sancionados, no se les puede requerir que tengan la suficiente madurez como para discernir claramente la ilegitimidad de esa modalidad de conducta.
El problema de fondo de la justicia penal no es la dureza de las penas sino el hecho de que no se aplican. No tiene el menor sentido abrir debates acerca de qué tan duras serán las condenas nominales para quienes cometan crímenes si luego en la práctica, por ineficiencia de la policía o por chicanas procesales avaladas por los jueces, los delincuentes encuentran la oportunidad de quedar en libertad.
El criterio apropiado para reducir la criminalidad es poner en evidencia que el crimen no queda impune. Ese hecho desalienta la inclinación a delinquir, ya sea porque quienes cometen delitos quedan recluidos y por lo tanto no pueden reincidir, como porque quienes están relacionados con el condenado perciben las consecuencias de la criminalidad y, consecuentemente, se abstienen de atentar contra la propiedad y la seguridad de terceros.
Es importante señalar que, en buena medida, el crimen es “contagioso”. Cuando alquien, por medio de la delincuencia, obtiene beneficios económicos y no recibe sanciones, quienes lo rodean perciben al delito como un medio para ganar dinero de manera más apropiada que el trabajo decente. Así es como se va propagando la epidemia de la criminalidad que, en última instancia, llega hasta los menores. Cuando un joven comete un crimen, como sucedió recientemente, se instala el debate político referido a la edad a partir de la cual corresponde establecer la responsabilidad penal.
La delincuencia juvenil es, esencialmente, una consecuencia de todo el marco social en el que estamos inmersos. Es un efecto de circunstancias anteriores y no habrá solución real al problema en tanto no se modifiquen las causas que lo generan. El debate que se planteó, acerca de la edad de la imputabilidad de los menores, no tiene ningún sentido. Lo que sí tendría sentido es aplicar condenas efectivas a los adultos. Entonces, la criminalidad de los menores comenzará a disminuir sustancialmente de manera espontánea...
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