De las muchas formas de practicar la política que son habituales en el kirchnerismo, una de las más frecuentes consiste en echarle la culpa a otros de las situaciones que no son de su agrado. De ese modo, la oposición (personalizada en Duhalde, Macri, el Partido Obrero, etc.), los medios independientes, especialmente el Grupo Clarín y el diario La Nación, el campo, la década del ´90 o cualquier otro grupo o persona que resulte oportuno puede ser sindicado por el gobierno como culpable de algo que a la señora (y también a su marido, cuando vivía) o a sus esbirros les parezca merecedor de la condena oficial. Resulta oportuno dedicarle unas líneas a reflexionar acerca de este fenómeno.
Es evidente, en primer término, que quien le echa la culpa a los demás de algo desagradable que le sucede está reflejando una profunda inseguridad. Quien confía en sí mismo no busca constantemente culpables en supuestas conspiraciones ocultas de terceros que, imaginariamente, están confabulados para perjudicar al gobierno en nombre de intereses siniestros e inmorales. La verdad es que nadie conspira contra el gobierno pero sí es cierto que somos muchos los que estamos en desacuerdo con la gestión que el kirchnerismo desarrolla y por eso expresamos posiciones críticas.
Pero además, esta actitud del gobierno de atacar a los supuestos conspiradores y acusarlos de “destituyentes”, tiene un efecto muy perturbador sobre el clima político, provocando un marco de agresividad e intolerancia que no contribuye en nada a alcanzar acuerdos siquiera mínimos que permitan ir superando, de manera al menos coyuntural, las diferencias políticas, y definir cursos de acción alrededor de los cuales puedan alcanzarse consensos generales.
El problema de fondo es que el kichnerismo no quiere consensos, no quiere acuerdos, no quiere convivir con los adversarios políticos. Este es, indudablemente, el rasgo más definidamente antiliberal de la gestión del gobierno. Viene al caso recordar aquí ese pasaje de “La Rebelión de las masas” donde Ortega define al liberalismo como la “suprema generosidad” porque representa la voluntad de convivir con el enemigo y con la oposición, en particular si son débiles.
Este es probablemente el peor rasgo de la gestión del gobierno, independientemente de los contenidos propiamente dichos de su gestión. Porque, en definitiva, la libertad de mercados, la política internacional, la forma de paliar la crisis social, etc, son cuestiones opinables, que forman parte del debate político en cuanto tal y, en última instancia, es absolutamente legítimo que cada corriente tenga la posición que considere oportuna.
La política, en el marco de la democracia, implica el reconocimiento del pluralismo como un ingrediente central de la realidad vigente. Pero el kirchnerismo no es una corriente dispuesta a reconocer la legitimidad de quien disiente con sus posturas o planteos políticos. En ese contexto, la convivencia es imposible, esencialmente porque, al no haber voluntad de compartir espacios con otras corrientes se hace imposible siquiera negociar para convenir posiciones intermedias. Probablemente nada defina tanto la gestión del kirchnerismo como la ausencia de diálogo con la oposición. Se dirá que la oposición no tiene peso político como para que el gobierno la tenga en cuenta. Pero este es un argumento falso. El problema de la oposición es que tiene que tratar con un gobierno que no quiere reconocerle el lugar que le corresponde dentro del ordenamiento institucional. Entonces ¿qué pauta de relación es posible acordar con quien no quiere convivir?
Esta falta de voluntad de convivencia democrática es el peor de los rasgos políticos del kirchnerismo y es el primero de los cambios que deberán producirse en las etapas inmediatamente futuras de la vida política de nuestro país. Se trata de un cambio silencioso y nada espectacular pero, en rigor de verdad, sería revolucionario. Lo demás, lo sustancial, irá viniendo luego, gradualmente, por añadidura.
Es evidente, en primer término, que quien le echa la culpa a los demás de algo desagradable que le sucede está reflejando una profunda inseguridad. Quien confía en sí mismo no busca constantemente culpables en supuestas conspiraciones ocultas de terceros que, imaginariamente, están confabulados para perjudicar al gobierno en nombre de intereses siniestros e inmorales. La verdad es que nadie conspira contra el gobierno pero sí es cierto que somos muchos los que estamos en desacuerdo con la gestión que el kirchnerismo desarrolla y por eso expresamos posiciones críticas.
Pero además, esta actitud del gobierno de atacar a los supuestos conspiradores y acusarlos de “destituyentes”, tiene un efecto muy perturbador sobre el clima político, provocando un marco de agresividad e intolerancia que no contribuye en nada a alcanzar acuerdos siquiera mínimos que permitan ir superando, de manera al menos coyuntural, las diferencias políticas, y definir cursos de acción alrededor de los cuales puedan alcanzarse consensos generales.
El problema de fondo es que el kichnerismo no quiere consensos, no quiere acuerdos, no quiere convivir con los adversarios políticos. Este es, indudablemente, el rasgo más definidamente antiliberal de la gestión del gobierno. Viene al caso recordar aquí ese pasaje de “La Rebelión de las masas” donde Ortega define al liberalismo como la “suprema generosidad” porque representa la voluntad de convivir con el enemigo y con la oposición, en particular si son débiles.
Este es probablemente el peor rasgo de la gestión del gobierno, independientemente de los contenidos propiamente dichos de su gestión. Porque, en definitiva, la libertad de mercados, la política internacional, la forma de paliar la crisis social, etc, son cuestiones opinables, que forman parte del debate político en cuanto tal y, en última instancia, es absolutamente legítimo que cada corriente tenga la posición que considere oportuna.
La política, en el marco de la democracia, implica el reconocimiento del pluralismo como un ingrediente central de la realidad vigente. Pero el kirchnerismo no es una corriente dispuesta a reconocer la legitimidad de quien disiente con sus posturas o planteos políticos. En ese contexto, la convivencia es imposible, esencialmente porque, al no haber voluntad de compartir espacios con otras corrientes se hace imposible siquiera negociar para convenir posiciones intermedias. Probablemente nada defina tanto la gestión del kirchnerismo como la ausencia de diálogo con la oposición. Se dirá que la oposición no tiene peso político como para que el gobierno la tenga en cuenta. Pero este es un argumento falso. El problema de la oposición es que tiene que tratar con un gobierno que no quiere reconocerle el lugar que le corresponde dentro del ordenamiento institucional. Entonces ¿qué pauta de relación es posible acordar con quien no quiere convivir?
Esta falta de voluntad de convivencia democrática es el peor de los rasgos políticos del kirchnerismo y es el primero de los cambios que deberán producirse en las etapas inmediatamente futuras de la vida política de nuestro país. Se trata de un cambio silencioso y nada espectacular pero, en rigor de verdad, sería revolucionario. Lo demás, lo sustancial, irá viniendo luego, gradualmente, por añadidura.
Alejandro, me encantó esta nota. Felicitaciones
ResponderEliminarLuis B
Comparto plenamente la nota.
ResponderEliminarAdemás parecería que "neurológicamente" la señora no está bien.
Doy un ejemplo:
Tuve un perro al que una vez un cable - mal aislado - le dio una descarga eléctrica.
Yo arreglé el empalme y puse cinta aisladora nueva. Al trabajar tiré al piso la cinta aisladora vieja y para mi sorpresa el perro empezó a ladrarle. O sea el perro reaccionaba en el presente imaginando un contexto de otro momento.