viernes, 12 de noviembre de 2010

Si la corrupción generalizada no empieza a corregirse, se viene la rebelión popular


El escándalo desencadenado a raíz de las múltiples denuncias de supuestos intentos de soborno a diputados opositores por parte de representantes del gobierno, pone claramente en evidencia el proceso de descomposición en el que el kirchnerismo está inmerso. Este fenómeno se viene verificando desde hace mucho tiempo pero ahora parece haberse acentuado, fenómeno que cabe atribuir, presumiblemente, a la ausencia de la fuerza unificadora, disciplinadora, gestora y resolutiva del fallecido ex presidente, Néstor Kirchner.

Si hubiera que sacar una conclusión de todo este escándalo, se trata, precisamente de esta: Kirchner se murió de verdad, si Kirchner hubiera estado vivo, hubiese manejado esto con mucha más eficiencia y no hubiera dado lugar a que se produzca un escándalo que si bien pone en evidencia las limitaciones de la oposición, mucho más pone al descubierto la inmoralidad del gobierno. La oposición es pusilánime, no hay dudas. Pero el gobierno es absolutamente corrupto y eso es mucho peor.

La corrupción, el empleo de métodos de cooptación de opositores por medio del soborno, no son algo nuevo en la política argentina. Pero cuando hay liderazgos políticos fuertes, esos métodos son empleados con un criterio de selectividad y discreción que permiten que no trasciendan, al menos de manera ostensible. Así fue durante el gobierno de Menem y en vida de Kirchner. Pero durante la gestión de De la Rúa y ahora, muerto Kirchner, está claro que quienes quieren comprar votos no lo saben hacer y así es como estallan los escándalos. Por supuesto que estamos hablando de hechos de una bajeza moral espeluznante y lo estamos haciendo con la mayor naturalidad, cuando todo esto debería ser duramente condenado y sancionado. Lamentablemente, estos hechos son muy habituales y debemos referirnos a ellos como algo común, conocido, dado por sabido porque, si no lo hiciéramos así, evidenciaríamos nulo conocimiento de la realidad en la que estamos inmersos.

Es muy claro que todo el andamiaje institucional del país está completamente enfermo, afectado de un cáncer que corroe todos sus mecanismos y que nadie que tenga posturas morales de rectitud y legalidad puede convivir demasiado tiempo con semejante sistema. En este sentido son muy pocos los políticos que pueden afirmar que están al margen de todo este esquema inmoral. Y aún quienes no hayan intervenido directamente en actos de corrupción es obvio que han debido guardar silencio ante la concreción de esos actos en su presencia porque, de lo contrario, hubiesen sido inmediatamente expulsados por un sistema cuasi-mafioso que no deja lugar para la filtración de datos que puedan comprometer a los beneficiarios de la corrupción generalizada.

Al menos, el hecho de que este escándalo haya estallado sirve como una forma de sacar a la superficie y de un modo muy ostensible una práctica que existe desde hace seguramente más de veinte años de modo sistemático y que, claramente, no da para más. Es necesario reconocer, en este sentido, la oportuna intervención de la diputada Elisa Carrió, cuyas intervenciones y denuncias públicas sacaron a la luz todo lo que estaba sucediendo ayer en la Cámara de Diputados y provocaron el saludable escándalo que derivó en la no aprobación del presupuesto fraudulento que el gobierno pretende imponer.

El hecho de que el sistema político esté tan putrefacto, tan corrupto, tan desnaturalizado, claramente, está agotado. Hasta ahora, la población ha venido soportando de manera muy estoica, con mucha paciencia, a los delincuentes encaramados en los espacios institucionales. Hubo cuestiones más urgentes que atrajeron la atención pública, que permitieron que todo este sistema corrupto se sostenga. Pero es inimaginable que el pueblo continúe tolerando todo esto indefinidamente. O los políticos cambian o se viene una rebelión popular.

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