lunes, 11 de octubre de 2010

Hacia una reformulación del principio de autoridad


Si hubiera que sintetizar en una única expresión el conjunto de problemas que afectan a Argentina, probablemente sería apropiado emplear la frase “crisis de autoridad”. Es altamente probable que de ese fenómeno emanen, por diferentes vertientes, todos los demás factores e ingredientes que configuran las circunstancias argentinas. Quizá no está de más en este momento, cuando poco a poco nos acercamos al final de un ciclo de gobierno y no sabemos qué orientación puede sobrevenir después, que reflexionemos acerca de este fenómeno de la ausencia de autoridad.

La crisis de autoridad es un fenómeno cuyo origen podría rastrearse hasta 1983, cuando finalizó el último gobierno militar y comenzó la vigencia del orden democrático. Los militares representaban un determinado principio de autoridad. Ese principio feneció porque era ilegítimo, ya que se trataba de una autoridad que no contaba con la anuencia del pueblo. En 1983, con la victoria de Alfonsín, quedó expresamente establecido –no sólo en los textos legales sino, lo que es más importante, en el sentimiento colectivo- que la única autoridad legítima es la que emana del voto popular.

Pero con esa decisión colectiva no se resolvió la otra cuestión esencial que involucra al problema de la autoridad, que es la de definir el propósito del ejercicio de esa autoridad. Porque el ejercicio de la autoridad no es un fin en sí mismo sino un medio para orientar el desenvolvimiento social en alguna dirección determinada. Esta es la cuestión que, desde 1983 hasta ahora, nunca quedó resuelta. La institución de la autoridad está en crisis en Argentina por ese motivo, porque su ejercicio se agota en el hecho de haber sido elegida en forma legítima.

Este es probablemente el déficit que, imperceptiblemente, empiece a cubrirse de manera gradual de ahora en más. El sentido de la autoridad en un ordenamiento democrático es el de promover el bienestar de todos sin afectar los derechos de ninguno. Dicho de otro modo, el propósito de la autoridad en un sistema democrático es organizar una convivencia donde las diferencias de intereses, aspiraciones, proyectos y valores se diriman por canales institucionales y no por medio del empleo de la fuerza. Esta forma de ejercer la autoridad implica, de hecho, poner límites a aquellos que avasallan los derechos de los demás. Si es necesario, en circunstancias extremas, el gobierno debe estar dispuesto a hacer uso de la fuerza para obligar, a quienes se rebelen, a que se sometan a la autoridad. Esto es algo que, hasta ahora, ha estado vetado porque se sobreentendía –erróneamente, por cierto- que el empleo de la fuerza era inaceptable en el marco de un orden democrático, que tenía que marcar diferencias con la autoridad dictatorial que se ejercía antes de 1983. Pero el resultado práctico de esta concesión ha terminado siendo que, en nombre de la democracia y de la libertad, grupos de activistas se atribuyen el derecho de avasallar los derechos ajenos. Esta es la práctica a la cual las nuevas formas de ejercer la autoridad deben modificar, en principio por medio de la persuasión pero expresando claramente que, en circunstancias extremas, también el empleo racional de la fuerza es un mecanismo legítimo para garantizar el orden y los derechos de todos los ciudadanos, que no pueden ser vulnerados por quienes reivindiquen aspiraciones sectoriales. Estos son los conflictos para cuya resolución existen instituciones y es en ese marco donde los debates y los argumentos deben plantearse. La autoridad debe garantizar que ese ordenamiento se cumpla estrictamente y debe impedir que sea vulnerado por cualquier grupo que presente demanda alguna, sin perjuicio de la legitimidad y la justicia de ese reclamo.

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